Las ruedas giraban más rápidas que el propio tiempo, pedaleaba tan fuerte que creía que de un momento a otro se me escaparían los pedales de los pies.
Mis mejillas estaban sonrosadas y desprendían un calor cual más puro infierno, sin importarles el frio invernal que hacía ni el aíre gélido que chocaba contra ellas.
Llegué a mi destino y tiré la bici en el primer sitio que vi y de un salto me planté delante de la puerta, saqué mi llave del bolsillo pequeño de mi mochila y abrí, sin más demora, la gran puerta pesada de acero.
Por fin llegué a la cocina, olía a suelo recién fregado, toda la cocina ya recogida e impoluta, la atravesé y al pasar por el umbral de la puerta del salón ya pude observarla... allí estaba, sentada en su viejo sofá, adormilada, con los pies elevados gracias a una silla que ella misma se había acomodado, con sus manos entrelazadas encima de su vientre. Su cabeza, ligeramente inclinada hacia un lado, descansaba sobre mi cojín favorito, era mi favorito sólo por que olía a ella. Su manta de lana se había escurrido y estaba sobre el suelo pero no |
foto de Gini Zamora |
me atrevía a cogerla por miedo a despertarla, la observé un instante y vi sus mejillas un poco cortadas del frio invierno. Aquel era mi momento, no había en todo el día otro momento que me produjera más felicidad que aquel... pero yo aún no lo sabía.
Observaba cómo en su pecho se notaba la respiración profunda y pausada, me relajaba verla tan tranquila, sumida en su sueño, a veces se le adivinaba una leve sonrisa en la comisura de los labios y yo imaginaba lo que pudiera estar soñando, no debía llevar dormida más de 10 minutos.
Y ahí me quedaba muy quieto al lado de ella, a veces hasta contenía la respiración pensando que pudiera turbar sus sueños.
Al poco abrió muy despacio sus ojos, y al verme... se sobresaltó. -¿Ya has llegado?-
-Si- le respondí-pero no quería despertarte.-
De un salto se puso en pie, muy apresurada, así cómo si se le hiciera tarde, se fue derecha a la cocina, abrió la nevera y sacó el tetrabrik de leche, echando en un cazo la justa medida de leche para un vaso, al mismo tiempo, cortaba un trozo de pan y hacía un bocadillo de cualquier clase de fiambre que hubiera en la nevera, antes de que me pudiera dar cuenta tenía en la mesa mi merienda.
Me senté a merendar y ella se sentó a mi lado, mirándome en silencio la veo sonreír.
Era nuestro momento Abuela.
Aquellas tardes que olían a tardes de invierno, tardes de deberes y tardes de estar en casa.
Tardes de verdad, tardes que se quedan en el recuerdo y el corazón.
Abuela, siempre tan servicial conmigo, siempre al pie del cañón, sentada a mi lado te pasabas las tardes, mirando mis deberes, aunque no entendieras nada, pero ahí estabas, a mi lado, sonriendo si te miraba, acariciando mi pelo. Las tardes huelen a ti, a tu perfume mezclado con el olor a cocina recién fregada.
Hiciste que mi infancia fuera feliz, a sabiendas del mundo feroz que te rodeaba lleno de miseria y gente superflua, fui tan feliz que anhelo aquellas tardes nuestras, aquellas tardes con olor a aquel cariño tan profundo que emitías por todos los poros de tu piel, aunque nunca me lo dijeras, aunque nunca te lo dije.
Te Quiero.